miércoles, 12 de noviembre de 2014

¿De qué estamos hablando?

Estamos viviendo uno de esos momentos en los que nos martillean los oídos y con imágenes con asuntos monotemáticos. Además de resultar ya cansino estar todos los días con la corrupción y con la independencia a vueltas, resulta que se habla y se discute sobre ella pero sin definirla. Ha habido cantidad de discusiones sobre independencia sí o no -si se tiene derecho, si se queda en Europa, si la liga de fútbol, si la economía...- pero sin hablar de la independencia en sí.  Parece ser que la única definición que se está dando es la separación de España, y eso también sirve para el independentismo de aquí. En ese caso caso hay que hablar y definir todo lo que supone una independencia total, no vaya a ser que pase como cuando los jóvenes dicen que se independizan de sus padres y luego están un día sí y otro también comiendo en casa de la madre y llevándole la ropa para planchar. 

El que propone una independencia no puede atenerse simplemente a los sentimientos, tanto positivos como negativos de la gente, y a unos supuestos históricos que abalan dicha opción. Hay que ser serios, porque, como decían las abuelas, con las cosas de comer no se juega. La opción independentista tiene que hacer valer su voto, lejos de discursos enfáticos y, a veces, simplistas, en unos programas y planes concretos para salvaguardar o mejorar la convivencia y el bienestar social y económico de la ciudadanía, que es de lo que se trata. Deberá explicar con qué recursos se va a contar para atender aspectos como la energía, la moneda, la seguridad y el orden público, el mantenimiento de las pensiones y de las prestaciones sociales... O cómo se van a regular las relaciones laborales, el tema de la banca, el sistema fiscal, las relaciones internacionales, las fronteras... No se puede decir que por ganar unas elecciones o un referendum se proclama unilateralmente la independencia de la noche a la mañana: eso supondría dejar al país con el culo al aire y el pobre tardaría décadas para curarse y recuperarse de semejante constipado.

Es cierto que el estado de las autonomías no da más de sí y que el nacionalismo español sigue siendo una rémora que lastra los gobiernos centrales y los partidos mayoritarios. Se ha cercenado descaradamente el estatuto catalán a golpe de tribunales, se tiene sin cumplir aún el estatuto de Gernika y se juega al gato y al ratón con las competencias y con la financiación de las autonomías. Esto está provocando, junto con las consecuencias de las políticas de recortes sistemáticos del gobierno central apoyado en el absolutismo parlamentario del PP, un rechazo a todo lo que suene a centralismo y una identificación de España con lo que están haciendo esos señores y señoras. Se cae entonces en el discurso fácil de que damos más que recibimos o pagamos para que otros hagan el vago y cobren, luego si no tenemos que darlo nos arreglamos mejor con lo nuestro, o similares. Claro que eso hay que demostrarlo y sacar las cuentas antes.

Personalmente no creo en los saltos cualitativos sino en los procesos. No es prudente pretender dar un paso más largo que la pierna, por el riego de descoyuntarse que implica. Es imprescindible modificar y mejorar la constitución para permitir que la diversidad de personalidades de los pueblos de España tengan una capacidad de autogestión plena, sin renunciar a la cobertura de una gobernanza común en intereses de tipo supranacional que nos afecten a todos. Llámese federalismo, unión de estados, reino unido o como sea la fórmula que se quiera adoptar, se necesita en principio compartir responsabilidades que entre todos nos resulten más eficaces y no renunciar a seguir disfrutando de la riqueza que tiene este estado en la diversidad de tierras y de gentes que lo componen. A partir de ahí, el personal ya estaría mejor preparado y con más conocimiento de causa para optar a  la separación total de su territorio. En mi modesto entender creo que por ahí puede venir una solución, si no con el rompe y rasga de unos y el palo judicial de los otros, esto se está convirtiendo en una marcianada de pantalones largos de la que vamos a salir todos perjudicados. Y vista la predisposición de diálogo que exhibe cada bando, no nos va a quedar otra que encender velas a Santa Rita, patrona de los imposibles.

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